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El sexo de los libros

Bruce Chatwin: entre la Patagonia y los trazos de la canción

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  • Bruce Chatwin
Un inexistente Dios omnipresente: éste era el Dios de Bruce Chatwin (1940-1989). Un Dios al que descubría en sus viajes a través del entusiasmo provocado por las recónditas realidades del mundo. En el fondo, la personalidad de Chatwin estaba impregnada de una cierta ingenuidad culpable que le resultó bastante ventajosa, en convergencia con su narcisismo, a la hora del salto al estrellato. Sus libros se convirtieron en documentos de rigor para turistas adinerados y esnobs con ínfulas intelectuales que visitaban la Patagonia y Australia derramando lágrimas por la muerte del héroe, persiguiendo desesperadamente su sombra o soñando sueños imposibles de una vida consagrada a la aventura. ¿Qué es lo que nos queda hoy de Chatwin? ¿Qué es lo que quedará para el futuro, si es que este concepto todavía significa algo? Indiscutiblemente, su escritura; incluidas las innumerables trampas de las que ésta se nutre.

Chatwin puso de moda los cuadernos Moleskine, en los que iba recogiendo sus vivencias, impresiones y proyectos. Son esos cuadernos de notas cuyas cubiertas están elaboradas con un tipo de tela que en inglés se denomina, justamente, moleskin, es decir, piel de topo (en francés: peau de taupe). Una banda elástica permite mantenerlo cerrado y además está provisto del correspondiente marcador de páginas. Desde 1998 es la casa italiana Modo & Modo la que fabrica este apreciado producto, cuyo enunciado publicitario es el siguiente: Moleskine is the legendary notebook, used by european artists and thinkers for the past two centuries. En la web comercial de la empresa se muestra una imagen de la libreta, del mismo tipo que estamos describiendo, que Vincent Van Gogh utilizaba para sus apuntes y bocetos, pieza conservada en el museo dedicado al pintor holandés en la ciudad de Ámsterdam. Un detalle conmovedor.


Chatwin afirmó en una entrevista que para escribir En la Patagonia (1977) tuvo muy presentes dos libros de Osip Mandelstam: El ruido del tiempo (1925) y Viaje a Armenia (1931), los cuales llevó siempre en sus correrías por Sudamérica como si fueran textos bíblicos. Chatwin supo maniobrar poéticamente en la confección de sus obras, leyendo a los poetas en verso y en prosa, interviniendo entre la pura casualidad y la búsqueda deliberada, desde ese “impulso mismo de echarse a andar” que es el principio de su alternativa nómada. Invocaba en uno de sus borradores al Maestro Eckhart: “El Camino sin Camino, donde los Hijos de Dios se pierden a sí mismos y, a la vez, se encuentran”. En otra ocasión la cita es del Aitareya Brahmana: “No existe felicidad para el hombre que no viaja. Viviendo en sociedad con los hombres, aun el mejor hombre se convierte en pecador. Pues Indra es amigo del viajero. Por lo tanto, ¡viaja!”. Y así sucesivamente.

En Los trazos de la canción (1987) Chatwin intenta descifrar las razones de la inquietud humana en relación al movimiento sobre el espacio terrestre, al instinto migratorio, a los recorridos presuntamente salvajes por voluntad y representación. Su mayor logro estriba, sin embargo, en el plano expresivo, en la libertad de su forma de escribir, como ocurre en el conjunto completo de su producción: su destreza para dotar de volumen a la materia narrativa y componer con eficaz soltura el entramado de la fábula. Chatwin fue un creador, no un antropólogo ni un etnólogo. Para nosotros, a pesar de todo, su mejor novela sigue siendo Utz (1989), a la que calificamos en su día como “una obra maestra entre paréntesis”.

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