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Un mártir para la concordia

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Hace pocos días, he tenido la oportunidad de asistir, junto a un grupo de dilectos amigos, a un emotivo acto en memoria de Manuel Aranda, un jaenero que murió hace ahora 72 años.

Es posible que, como a mí me ha ocurrido, algunos (o quizá bastantes) de mis lectores ignoren la historia del protagonista. Muy en síntesis, Manuel Aranda Espejo nació en Monte Lope Álvarez, una aldea próxima a Martos allá por el año 1916, una época de conflicto bélico a nivel mundial. Cuando tenía 15 años, decidió ingresar en el Seminario de Baeza, donde cursó el primer año de latín. Era otra época convulsa: comenzaba en España el quinquenio de la II República, y la Constitución que aprobó tenía un carácter laicista que se iba a acentuar con el paso de los años. Un tiempo no muy apto  para los que pretendían dedicar a Dios lo mejor de su vida. Manuel no desmayó, y de Baeza pasó al Seminario de Jaén, donde llegó a estudiar tercer año de Filosofía justamente en 1936, en coincidencia con el inicio de la guerra civil.


Manuel era un chico serio (formal, aunque siempre sonriente), de pocas pero juiciosas palabras, muy buen estudiante y gran compañero, en la estimación de los que compartieron aulas con él. Su afán catequético le impulsó a postular la doctrina cristiana en su hábitat pueblerino. Y, por lo mismo, a ser distinguido como enemigo oficial del régimen reinante y encarcelado. Sufrió reclusión en la iglesia-prisión de su pueblo, y el día 8 de agosto fue objeto de lo que en aquél tiempo se llamó, eufemísticamente, "el paseo". Sus captores intentaron por todos los medios que blasfemara, a lo que se negó con bravura y convicción, siendo finalmente asesinado. Contaba entonces 20 años.

La trayectoria vital de Manuel Aranda y su heroica muerte no podían pasar desapercibidas y, en el año 1996, quedó integrado en un grupo de 6 víctimas, con vistas a su beatificación: eran éstas Manuel Basulto Jiménez (Obispo de Jaén), Félix Pérez Portela, (Vicario General de la Diócesis), Francisco Solís Pedrajas (Párroco y Arcipreste de Mancha Real), Francisco López Navarrete (con iguales atribuciones en Orcera), José María Poyatos Ruiz (un joven de Acción Católica de Rus) y nuestro protagonista. Pasada con éxito la fase diocesana del proceso, se enfrenta ahora a las decisiones de Roma.

Decía al principio que he participado en un acto en memoria de Manuel, en el que se testimoniaba nuestra adhesión a la iniciativa beatificadora. En una mañana radiante, en  la que el sol y la temperatura suave quisieron ser testigos de tal encuentro, visitamos el lugar justo regado por la sangre del seminarista, asistimos a una misa concelebrada por varios sacerdotes en su recuerdo y tuvimos finalmente una comida de hermandad sumamente agradable. Todo ello, bajo la tutela de la Asociación 'Manuel Aranda' y del sobrino de Manuel, Rvdo. Antonio Aranda.

Creo que este sencillo episodio merece ser difundido. Pero hay algo que, al reflexionar luego de su conclusión, se me antoja lo más llamativo. En las cuatro horas largas de convivencia, nadie pronunció una palabra de reproche o invectiva hacia los que terminaron con la vida de este joven. Por eso titulo este comentario del modo que me ha parecido más apropiado: un mártir para la concordia.

Cuando en España corren aires de revancha, que pretenden escribir una nueva historia que -para bien o para mal- no sucedió, y desde el mismo poder judicial se aventa el polvo de las tumbas, el ejemplo de Manuel y de todos sus amigos es absolutamente reconfortante.

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