"No existe la felicidad. A lo largo de la vida hay briznas de dicha que se deshacen como pompas de jabón". Miguel Delibes.
El 14 de marzo de hace esta semana dos años Pedro Sánchez se dirigía a los españoles para comunicarles la firma del decreto mediante el cual el país entraba en estado de alarma por la Covid-19 y, con la distancia que nos da el tiempo, podemos empezar a medir lo que esta pandemia ha significado, significa, significará para nosotros desde el punto de vista individual, como sociedad que se mezcla y relaciona, desde la perspectiva del desarrollo laboral y los cambios en este sentido producidos en meses -como el teletrabajo- cuando la previsión era hacerlos en años y, cómo no, en cómo nos ha hecho más prudentes a la hora de tocarnos, de besarnos o abrazarnos, de enfrentar el bullicio humano que nos reúne en eventos masivos, también de ser más cautelosos en general ante relaciones sexuales esporádicas. Hemos cambiado en dos años porque ahora vive entre nosotros no solo un virus, que de una variante u otra han cohabitado siempre por entre nuestros fluidos, sino el temor al contagio masivo y la certidumbre de que nuestra humanidad, que creíamos tan fuerte al punto de considerarla invulnerable, se puede tambalear así sin más, con tan solo una partícula de código genético de procedencia desconocida y un par de estornudos después. Vulnerables.
En Francia, al igual que en otros muchos países del norte de Europa, ya se han relajado casi todas las restricciones y, de hecho, el uso de mascarillas en interiores no es obligatorio desde esta semana y todo hace indicar que lo mismo sucederá en España en cuestión de pocos días, entre otras razones porque a una sociedad agobiada con los precios del consumo, gasolina, electricidad y, en general, todo, hay que darle aire y nada más barato que quitarles la mascarilla y animarles a circular en bicicleta o a caminar. A respirar aire con libertad, dentro y fuera, ya que casi todo lo demás se está volviendo sumamente caro o peligroso.
Mientras, la escasez de aceite de girasol procedente de Ucrania hace que las conservas españolas, andaluzas, gaditanas se queden sin suministro en pocas semanas, lo que provocará se busquen alternativas en otros aceites y, por añadidura, el sector sufra un incremento de precios, sobre todo los del muy apreciado de oliva. Como la leche afectada por la huelga del transporte. Ahora todo parece ligado a lo que sucede entre Rusia y Ucrania, tanto si se trata de un tomate de Conil o de un Rolex existe una conexión clara con el conflicto bélico y de ahí su incremento de precio; el oportunismo de quienes aprovechan una crisis de este tamaño para meter un incremento a sabiendas que toda crisis genera una oportunidad y, de hecho, las guerras mundiales han producido tanta pobreza y miseria para una gran mayoría como riqueza y beneficios para esos pocos siempre atentos al negocio, a meter el eurito de más cuando la población anda despistada y el entorno permite aprovechamiento. Al propio Pedro Sánchez y a su gobierno le sirve lo de ahora para disolver su responsabilidad ante la escalada de precios, la inflación o los costes de energía que ya estaban disparados antes de que Putin ordenase la invasión y lo de ahora todo parece que es debido a esto cuando basta echar la mirada atrás, a diciembre, cuando el megavatio se pagaba a 252,24 euros y la hemeroteca recuerda a un Pablo Iglesias que ahora calla y su partido también cuando antes de entrar al gobierno bramada a movilización pública "contra los oligarcas" porque el megavatio se pagaba a casi 70 euros, decía; hemos llegado a los 700, diez veces más, y en la formación morada no hay discurso sobre el asunto.
Como siempre, la política no suele anticiparse. Y mira que el sistema es generoso en estructura y costes, pero las tres últimas crisis graves de este siglo, como la financiera de la burbuja inmobiliaria de 2008, la sanitaria por la Covid-19 o esta bélica donde todo hace indicar que Rusia y, a escondidas, China persiguen el establecimiento de un nuevo orden mundial ha pillado siempre a la clase política en otros temas y si es cierto que no es fácil prever determinadas cosas también lo es que justo para eso se necesitan gobernantes. Para que prevean. Analicen. Y, con cierto nivel de acierto, pongan remedios preventivos; no solo supongan un coste elevado como, por ejemplo, el 55 por ciento del combustible que son impuestos. Si el litro está en casi dos euros, 1,10 se destinan a impuestos diversos para hacer frente tanto al sistema del bienestar como al alto coste estructural del mismo.
Determinados expertos creen que tal vez estemos viviendo el periodo más influyente de la historia de la humanidad y algunos, incluso, lo califican como un momento bisagra a raíz de todos los hechos destacables y tumultuosos que se han juntado en unos pocos años, no solo en el ámbito económico, sanitario o bélico, sino en el natural, donde bien visto a desastres sufridos como huracanes, tsunamis, cambio climático y deshielo o volcanes solo nos falta, para completar el abanico, un meteorito de unos cuántos kilómetros de diámetro que a 70.000 km/h se dirija directo a la tierra para ponernos a prueba de cómo gestionar un desastre que nos afecte a todos por igual. Como en la recomendable película No mires arriba de Netflix, sátira real porque retrata la banalidad, la estupidez, el negacionismo sin sentido y la caricatura a la que puede llegar nuestra condición humana: un ratón jamás construiría una ratonera, pero solo entre Rusia, EEUU, China, Francia y Reino Unido suman más de 12.000 ojivas nucleares activas. Más todos aquellos países que las tienen sin declarar.
En No mires..., mientras que los científicos alertan del peligro, negacionistas y políticos aconsejan no mirar arriba hasta que, obviamente, la larga cola del asteroide asoma por el negro horizonte del abismo universal y la humanidad toma conciencia del peligro inminente para valorar lo realmente hermoso que estaba siendo vivir, tocar, amar y ser amados cuando no hay solución, es demasiado tarde porque la colisión y el desastre de ella derivado es irremediable. A lo largo de la vida hay briznas de dicha que se deshacen como pompas de jabón. Un ratón jamás construiría una ratonera.