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Anticatalanismo

Siempre que se produce algún tira y afloja relacionado con la financiación autonómica me parece que brota en el ánimo carpetovetónico un cierto sentimiento anticatalán.

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Siempre que se produce algún tira y afloja relacionado con la financiación autonómica me parece que brota en el ánimo carpetovetónico un cierto sentimiento anticatalán. Lo cual no quiere decir que, paralelamente, se dé un movimiento de simpatía entre todos los demás. No, esto sigue pareciéndose más a un reino de taifas que a un Estado armónico y unitario. Solamente parece existir un criterio solidario cuando de dirigirse contra alguien se trata, no a la hora de construir y armonizar.


Pero hablaba de Cataluña. Poco antes de morir, el inolvidable Francisco Fernández Ordóñez, una de las personas con más olfato político que he conocido en mi ya larga trayectoria profesional, me dijo unas palabras que no he olvidado: “Desengáñate; el problema que España tiene planteado es el sentimiento antiespañolista de algunos en Cataluña, no en el País Vasco”, se lamentaba.

Pensé en ello cuando, hace pocos días, me disponía a entrar en la plaza de toros Monumental de Barcelona, donde José Tomás, ese fenómeno en lo suyo, se disponía a matar seis toros. Se esperaba algo de bronca procedente del sector antitaurino local, sin duda el más potente que existe en toda nuestra geografía; en realidad, apenas dos centenares de jóvenes que vociferaban nos amargaron un poco el acceso a la fiesta. En algunos carteles quedaba claro que su hostilidad a las corridas de toros no se basaba en cuestiones relacionadas con el ecologismo, sino en un afán por erradicar algo tan español como la fiesta.

Eran apenas doscientos fanáticos que, sin embargo, creaban un clima triste en el ánimo de los veinte mil ciudadanos, aficionados o no, que entraban, aglomerados, en la plaza. Algo semejante me parece que pasa con esa fobia anticatalanista que en ocasiones se apodera de algunos tertulianos, columnistas y políticos: no creo que los tiras y afloja de la negociación para financiar las autonomías hayan producido el efecto perverso de generar un sentimiento hostil a lo catalán. Pero las voces airadas siempre pervierten el ambiente.

Personalmente, estoy en desacuerdo con la manera como ha quedado el reparto de las cifras, pienso que hay agravios comparativos sin cuento y creo sinceramente que Cataluña sale muy beneficiada, acaso por su cualidad de granero de votos. Pero ni puedo culpar a los catalanes por pretender –lo mismo que los extremeños, los andaluces, los madrileños o los cántabros– salir lo más beneficiados posible; ni al partido que reivindica el éxito negociador, Esquerra Republicana de Catalunya, se le puede achacar culpa: ellos reivindican lo que está en sus estatutos y en su programa, con el que, desde luego, no coincido. Me parece que alguno de sus socios de gobierno, tampoco mucho, pero esas son las incoherencias que hacen peculiar nuestro sistema.

El gran culpable de que las cosas hayan salido como han salido es quien ha permitido que la negociación se desarrollase como lo ha hecho, con nocturnidades, alevosías y guiños cómplices. Me refiero, desde luego, en primer lugar al presidente del Gobierno y, en segundo término, a algunos presidentes autonómicos (¿José Montilla?) cómplices de una total falta de transparencia y de una considerable falta de solidaridad en el seno del Estado.

Me parece, en este marco, que el anticatalanismo es una pasión gratuita, innecesaria, superflua. Y, sobre todo, contraproducente. Negarse a comprar cava o butifarra, como predica alguno que ustedes y yo conocemos, es, sobre todo, una solemne tontería. Con lo bueno que está el cava. Brindo por ellos que, al fin y al cabo, se han salido con la suya.

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