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Hablillas

Las aludas

Buscaban entre la hierba, cogían un puñado de aludas y con paciencia las colocaban en el centro de aquel cepo abierto con forma de ballesta.

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Este domingo de octubre, imaginado sereno y dorado, se queda en esto, en estampa porque los azotes del levante no cesan de empujarlo con prisa aparente hacia el invierno, porque el calor, impertinente, aún se deja sentir. Las aludas, esas hormigas con alas anunciantes del cambio de tiempo, se agrupan a millares en las azoteas, bajo la hierba silvestre, sobre la tierra húmeda.

Forman parte del comentario general, de la hablilla que recorre La Isla, por un lado los mosquitos, que no quieren abandonarnos y por otro ellas, que por razón de la época y pasadas las primeras lluvias andan buscando el lugar donde iniciar o donde escarbar el nuevo hormiguero.

Dice la tradición oral que su presencia indica que la tierra se encuentra reblandecida y por tanto en buen estado para sembrarla. Esta información rescata comentarios oídos a los hortelanos durante la infancia, hombres que en su tarde de descanso y pasadas las calores se daban una vuelta por la tienda del barrio. La copa siempre llena de Fino Palillo sobre el mostrador de madera gastada le desataba la lengua, ansiosa por comunicar sus proyectos.

A su término, el montañés,  el conileño, el gallego o el jimenato que lo escuchaba con el mismo entusiasmo, ya contaba con el compromiso de la venta y la entrega del fruto tras la recogida. Es curioso cómo se escapan los recuerdos cuando se manifiesta uno de ellos. Es una explosión igual a la de los fuegos artificiales, una reacción en cadena provocada por lo que se oye y evoca. Las sonrisas se dibujan y se empañan casi al mismo tiempo por la distancia que nos separa de aquellos momentos.

Este octubre que hoy se despierta antes de tiempo para propiciar el ahorro de energía, se va con la esperanza de llevarse el calorcillo que coletea, aquel que ponía los higos de tuna en sazón, que apretaba tanto los membrillos que hacían rebotar los cuchillos. Comerlos era una hazaña, por agrios y por la aspereza que dejaba en los dientes, en la boca, en la garganta, pegada durante varias horas, incluso hasta el día siguiente.

Pero si por algo se recuerda octubre es por un tipo de caza, la que se hacía furtivamente con las desaparecidas trampas para pájaros, las que colgaban de una guita anudada a una puntilla, sarta metálica que adornaba uno de los junquillos de la ferretería Tadín. Los chavales se levantaban al amanecer. Cargados con un saco pequeño se dirigían al desaparecido Canal, por ejemplo, tras el Patio Cambiazo.

Buscaban entre la hierba, cogían un puñado de aludas y con paciencia las colocaban en el centro de aquel cepo abierto con forma de ballesta. Cuando el ave se acercaba a cogerla saltaba el resorte quedando su cabeza aprisionada hasta que moría. Era una práctica que aportaba una ayuda a la débil economía familiar, porque en aquellos años los sueldos eran muy escasos.

Este tipo de caza se prohibió, como saben, sin embargo hay pruebas de que ha vuelto. Así lo recogen los artículos colgados en Internet, que aluden al aburrimiento más que a la necesidad, a una especie de moda y que como tal vuelve cada cierto tiempo (sic). El lector tiene la última palabra que compartirá o no, que comentará o guardará. Mientras tanto se suceden las imágenes, aparecen los recuerdos, asoman esos momentos que vivimos durante meses de octubre ya muy lejanos, cuando atrasar una hora en el reloj era una mentira piadosa para justificar la impuntualidad.

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