Soy el eterno sueño de las mareas, el que mendiga descanso en el incesante rompeolas, junto a la orilla, en la escapada de ese algo que nunca se va, ya en la llegada perseverante del instante en cada cosa. Me llaman la bajamar, la que achica las ondas en los plenilunios y remansa en el sosiego del mar sobre el laberinto de sus confines.
He tratado de despertar de mi quehacer milenario, salirme del reflujo constante en esa tarea de encoger la panza con la rutina exactitud de siempre. No sé si sentiré nostalgia, quizás algo de temor por este paso que voy a dar. No encuentro el nombre exacto de lo que pueda ocurrir, solo sé que, en el encogimiento de esta mañana, el sabor del rompeolas en la orilla, estaba más cargado de mercurio, después de todo el plomo, alquitrán y gasoil, y que recibo en cada momento. No es razonable ni justo que mantenga mi postura de silencio, pasiva e incongruente, quiero probar suerte aunque vaya en contra de mis principios como una de las funciones naturales más importantes del planeta. Sé que todo será cuestión den constancia, de aguante, de tenacidad, de mirar un poco hacia atrás, o quizás hacia la función que realiza mi lado opuesto, o sea, la pleamar, que sea, al menos, en su eterno despierto, me muda de ropaje, me viste de nuevo, resistente se aferra a los juncos de los esteros, a la maleza, o termina por asentarse en las agallas de las anguilas o en los estómagos de los cangrejos.
Voy aceptar este reto, porque quizás llegue a comprender mejor quién soy, no me tragaré, como lo vengo haciendo, los despejos de las fábricas, el hollín penetrante y atosigador de los vertidos, cabras muertas, bicicletas, restos de árboles y todo tipo de basuras. He perdido ya en el almanaque del tiempo mi capacidad de aguante, por eso, desde ahora voy a salirme del hábitat, y no dibujaré con el desvirtuado salitre, los recodos de los muelles, los barcos arribados, mi exacta bajura, porque la mar, desde ahora quedará sin el pulso de mi medida.
Al descender del Castillo de San Jorge, por las callejuelas, mientras pensaba en la Alexbuna de los andalusíes, una mujer llamaba a sus hijo de tres años ¡Joáo!, que corría como un diocesillo inaugurando el ámbito. Lisboa renacía también en él, como crecía en mi alma. De pronto de no sé qué arcano, los vientos me traían sollozos de sirenas imposibles, vertientes y remolinos de asfixias, resurgir de bergantines sepultados, tesoros ocultos, galeones de corales. Todo se detuvo en un segundo, en la más eterna de las orillas, un rayo de luz recuperó el último bostezo del rompeolas. Pude comprobar de nuevo que me quedé en la mejor de las orillas mientras dos gaviotas ululantes se daban los picos.