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Hasta las cejas

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Como suele ocurrir por estas fechas recientes pasadas, a pesar de las recomendaciones de los nutricionistas, nos excedemos bastante. Y debido a la pechá tan enorme de puchero que me pegué en la cena de Navidad, aún la estoy repitiendo, necesitando toneladas de bicarbonato y garrafas de agua mineral para aliviar mi delicado y maltrecho estómago.

Tengo tanta sed como la de un camello en el desierto, provocada por el caldo del puchero, que tenía una costra similar a la de la leche de mona gestando. Desconociendo de qué animal era la carne de jarrete y el hueso que le echaron al cocido. Porque tengo la garganta tan rancia, que parece que llevo un chivo viejo en la barriga.

Pero lo malo no es sólo eso, porque prosigo hasta hoy comiendo los fiambres y demás alimentos que sobraron de la cena de Navidad. Y lo que me faltaba, para el total descontrol digestivo, era el roscón de reyes. El que, al meterle el diente con tanta glotonería, me dejé media dentadura en la sorpresa que llevaba dentro.

Aunque, ya solucionado el tema bucal, debo aliviarme alimenticiamente, volviendo a la rutina de mi dieta mediterránea quasi vegetariana. Porque en el último chequeo médico que me hice dos meses antes de Navidad, mí médico de cabecera me sacó que tenía de casi todo menos dinero (azúcar, ácido úrico, hipertensión, colesterol, etc.). Aconsejándome, que de los siete desayunos, comidas y cenas de una semana, tan sólo me podía pegar un pequeño homenaje en uno de los veintiuno.

Pero, desde el pasado 22 de diciembre, he hecho todo lo contrario. Con el agravante, de que desayunaba media docena de polvorones de Estepa por las mañanas, otros tantos al mediodía, así como por la noche.

Encontrándome como el niño del chiste de los garbanzos del humorista Paco Gandía. Porque en la mesa del pobre, si en una ocasión hay en abundancia, “hay que reventar antes de que sobre”.

Aunque, reventarle la cartera y algo más, es lo que intentó una buscona con un amigo por una determinada calle adyacente del mercado Ingeniero Torroja de Algeciras, cuando el día 31 se dirigía a comprar unos filetes de pavos para la cena de Noche Vieja. Acercándosele muy sigilosamente la susodicha, proponiéndole: “¿Echamos un polvito?, guapo”. Mi amigo se quedó algo descolocado, pero le contestó: “Espera que termine el que empecé hace una semana en casa, porque sin acabarlo, no puedo comenzar otro”.

La mendas, se reía en technicolor y por poco se le caen las bragas. A mi amigo, sin embargo, se le subió la autoestima, hasta el punto, que posteriormente se cruzó con una señora de mediana edad muy bien plantada, le tiró los tejos diciéndole: “A Marbella te iba a llevar yo a ti”. La dama, con mucho arte y gracia le contestó: “¿Y qué ibas a hacer tú conmigo en Marbella?”. Respondiéndole mi amigo: “Lo mismo que ahora, nada, porque, ¡no puedo, no puedo!”.

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