Tres años después de la aparición de “Fugaz”, Juan Ramón Mansilla (1964) publica su quinto poemario, “Una habitación en rojo” (El Toro de Barro. Cuenca), un ambicioso y brillante itinerario que recorre las veredas más personales de su yo lírico.
En su penúltima entrega, el poeta conquense ya daba cuenta de sus pasiones musicales y J.S.Bach, Beethoven, Miles Davis o Billie Holiday, se colaban por entre sus versos, plenos a su vez de una exacta modulación rítmica. Ahora, en esta estancia donde el color rojo se revela dominante, Juan Ramón Mansilla apuesta por un verbo dúctil, sereno y marcado por la terca audacia de las estaciones, sobre las que va posando su música de la memoria y del mañana.
No es casual, por tanto, que el libro se abra con el texto titulado “Escuchando `La noche transfigurada´ de Schönberg”, una declaración de intenciones y de corte confesional: “Escasas fueron las noches que me gustaron”; para después añadir al rayar el alba: “Y si no tenemos un destino seguro,/ si nadie nunca fijó nuestro lugar entre estrellas,/ baste el roce de una piel, el susurro de una voz/ para iluminarlo todo”…
Esa batalla contra la oscuridad, contra la tiniebla del tiempo y su condena, se mantiene candente a lo largo de estas páginas, y supone el hilo conductor de su catálogo de deseos, fracasos, virtudes, azares… que dibujan, al cabo, un quimérico mosaico de realidad: “Yo, como tú, ansío la certeza./ Pero algo nos lleva de lo que dura a lo que pasa”.
En esta “habitación” lírica y cromática, caben además las preguntas sin respuesta que el propio Mansilla plantea y se plantea. Porque es éste un poeta que no esquiva la cercanía del pensamiento contemporáneo -como le ocurriera, p.ej., a Czeslaw Milosz- y por ello, sus poemas afrontan las dudas, inquietudes y variables estéticas del momento actual: “¿Qué hacían mis manos antes de deshacerse/ ¿Dónde puse los pies?/ ¿Y si otro mundo surgiera?”. Y lo desarrolla con elegancia, con una dicción cuidada, donde pueden hallarse acentos oníricos, (“Cariño, anoche soñé que la noche/ me envolvía con hilos de araña”), amatorios (“La vida, los almendros y tú./ Cada minuto, cada día. Este día./ Un fascinante regalo”) y de cálida condición (“Que este poema te proteja de la soledad,/ y te sirva de refugio, incluso contra mí mismo”).
Y así, al compás de un himno respirable y que penetra por las venas, Juan Ramón Mansilla va dictando sus notas, su permanencia, su destino. Porque con cada palabra, con cada gesto que se torna verso, sigue sintiéndose atraído por el misterio del ayer y del futuro, sabedor de que no hay mejor motor para el corazón que la fuerza de los instintos: “Es la manera de mantenerse en pie./ Esperar que en cada brizna de yerba/ haya el calor necesario para que/ el lenguaje el césped la vida renazcan”.
En suma, un poemario que significa un paso adelante, madurado, en el andar firme de este poeta que sabe mirar en sus adentros y cobijar el alma, para que “ningún viento/ ningún ruido/ ninguna luz”, mancille la esencia de su cántico.