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Desde el campanario

Mi Dios no mata

Ahora no abre las aguas; las mueve. Las desplaza para que ellas seleccionen

Publicado: 22/12/2024 ·
15:15
· Actualizado: 22/12/2024 · 15:15
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Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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Dios se los ha llevado porque todo en el futuro iba a ser peor para ellos. Dios los ha liberado de los martirios terrenales. Ahora sestean en el regazo del creador. Un remanso de paz bañado de bendiciones divinas libres de toda pena. Dios decide la estrella de sus hijos. El momento y la forma en que prescinden de su apariencia corpórea para albergar sus almas en el más allá de la felicidad perpetua. Dios los ha matado porque lo tenía escrito en la agenda de sus actividades diarias desde hacía siglos. Ese día tocaba rescatar de la inmundicia terrenal a unos privilegiados. Unos cuantos afortunados que se durmieron maculados de maldades y amanecieron libres de todo pecado. Ego te absolvo pecatis tui. Quebró el cauce del Barranco del Poyo con su infinita bondad, y provocó a su antojo una riada de olas asesinas que irían seleccionando a los elegidos para sepultarlos bajo su manto de lodo y conducirlos a la morada celestial en un tragar y engullir de agua. Todo rápido. Sin sufrimientos.  En la lista de llamados a su presencia ya figuraban previamente los designados para el viaje glorioso. Niños, adultos y ancianos. Cada uno con su nombre; cada uno con su edad. Igual los de diez años que los de noventa. Los de diez dejarían de padecer en este mundo ochenta años más y los de noventa solo unos meses por su fin próximo. ¿Injusticia? Ni dudarlo. Dios es justo y bondadoso. Es todo caridad. Todo indulgencia. Dios es minucioso. No deja nada a la improvisación. La planificación de dios es perfecta y no se cuestiona. Cuando nacemos todos venimos con el código de barras marcado en el aliento. Caduca el código, caduca el aliento, caduca la vida en esta vida y nace la vida en la otra vida

Dios sabe de aguas. Ya lo demostró hace miles de años abriéndolas y cerrándolas para hundir en sus profundidades a seres que Él creó y condenarlos a vagar por el bulevar de las angustias perpetuas por rebelarse contra otros hijos que también Él creó. Dios nos ama a todos por igual. Dios ya era bondadoso cuando las blancas barbas poblaban los rostros de los justos y los afeites aromaban la maldad de los perversos. A unos la libertad a otros la condena. Todos hijos suyos. Justicia.

Ahora no abre las aguas; las mueve. Las desplaza para que ellas seleccionen. ¿Saben las aguas seleccionar? No. No saben. Ellas arrastran la inocencia y la crueldad por igual y luego dios discierne quienes van al bulevar de las angustias perpetuas y quienes al regazo de paz infinita. ¿Y los que se salvan? Esos que quedan a orillas de las aguas criminales. ¿Son perversos? ¿Son bondadosos? ¿No estaban en la agenda? ¿Por qué no estaban? Solo dios lo sabe. El dirige las olas. Unas cubren la humanidad íntegra de los electos y otras se diluyen en los tobillos de los demorados. Ya les llegará la hora. Tal vez una erupción, un incendio, un naufragio, un avión, una carretera. Quién sabe. Solo Él decide la edad, el día, la hora y la manera. La manera es importante. Unos truncan sus vidas cayendo fulminados en cualquier acera del mundo porque el músculo vital se olvida de latir súbitamente, y otros mueren día a día durante meses, o quizás años, conectados a una insolente máquina fabricada por la ciencia hereje. Dios es justo. La edad también cuenta. La edad cuenta porque, aunque en la otra vida no existen almanaques y la longevidad no celebra cumpleaños, aquí, en el tránsito terrenal hacia la dicha verdadera, unos peinarán cabellos de plata y otros no conocerán al ratoncito Pérez. Pero dios es justo. Dios lo hace por nuestro bien. Dios evita sufrimientos. Solo Él da y quita. Él controla las vidas de sus ocho mil millones de hijos sin preferencias ni distinciones. Da igual. Todos son de barro. Dotados de un alma inmortal. De inteligencia y de libre voluntad. Así los creó.

 Él es misericordioso. Es el dios de los sínodos, de las encíclicas, de los cónclaves, del concordato nazi, del banco vaticano. Es el dios de aquella inquisición que fue juez y parte aplicando la octava bienaventuranza bajo su autoridad a su mejor criterio e intereses.

Yo tengo otro dios. Un dios que no mata. Mi dios no dicta sentencias ni manda enfermedades para probar a los castos. No da vida para robarla en la plenitud de la lozanía ni cercena la felicidad familiar en los pasillos de un hospital. No convierte personas en estatuas de sal, ni liquida una población entera como ocurrió en Sodoma y Gomorra. Tampoco condena durante cuarenta años a todo un pueblo a vagar y morir en el desierto. Mi dios es un soporte espiritual y un refugio moral con quien meditar a decidir lo correcto. Es un sicólogo etéreo sin citas, ni consulta. No me somete a cultos ni reprime mis libertades. No me impone credos, penitencias ni mandamientos que cumplir. No es posesión de nadie ni de nada. Y, por supuesto, no somete a su potestad la vida de los hombres prometiendo paraísos inciertos, imposibles de evidenciar.  Mi dios es de esta vida. La única que hasta ahora sabemos real.  La otra solo tiene la fe como garante.

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