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Desde el campanario

La rubia

En principio el bombo de los albures me premió con la primavera candorosa y el verano plácido de aquella vida al lado de la otra vida

Publicado: 29/09/2024 ·
20:00
· Actualizado: 29/09/2024 · 20:00
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Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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Al otro lado de la vida, hubo otra vida muy distinta a esta otra vida. Fue una vida al claroscuro. Una vida llena de contrastes. Sombría en la claridad. Cara al sol al oscurecer. Mientras la incipiente infancia revoloteaba distraídaentre pregones estivales y uniformes almidonados, los adultos tragaban salivarespirando el mismo aire que el somatén chivato de la casapuerta de al lado, y los abuelos moríande un infarto de pena en aquellas camas de tubos azules y somier rizado, vomitando su agonía sobre un barrizal depesadillas llenas de huesos dispersadospor cunetas y paredones sin ataúdes.

Era una vida esculpida sobre una moneda fundida en bronce y aluminio llamada popularmente, la rubia. En su anverso, el perfil impasibledel dictador. En su reverso, la mirada amenazante del águila de San Juan. Un símbolo custodiado durante cuarenta años por cinco rejones rojos prendidos a un yugo vejatorio, parásito supervisor de una vida entera con sus cuatro estaciones. Primavera candorosa, verano plácido, otoño inquietante e invierno riguroso.

En principio el bombo de los albures me premió con la primavera candorosa y el verano plácido de aquella vida al lado de la otra vida. Pero en la metamorfosis de mi bucólica adolescencia hacia la granazón de la acerba madurez  me tocó vérmelas con el lado tenebroso de la cara oculta de aquella otra vida. El otoño inquietante y el invierno riguroso. Entonces comprendí que mi niñez y mi pubertad habían vagado dieciocho años por un cuento de hadas ficticio, custodiado por casacas grises y sombreros de charol aguardando sin prisas mi mayoría de edad para extraerme del vientre hogareño y matricularmeentre los muros de un recinto militar, sin más madre que un letrero salvapatrias donde pronto descubriría la realidad cautiva que me esperaba en el futuro.

Aquel niño de pantalón corto y mataduras en las piernas concluyó su pubertad degollando un encierro indeseado a toque de diana al alba. Luego, al crepúsculo, la arriada de bandera coreada por dos mil gargantas al son de la Salve Marinera, anunciaría el final de una jornada consagrada a la instrucción y al culto del Cetme,en prevención, quien sabe, de otro 18 de Julio sangriento. Y así,como yo, toda mi generación.

Crecimos alados en la libertad de la calle, pero luego nos soldaron a la esclavitud de un fuero caricaturesco donde los condicionantes enmascarados de su engañosa nomenclatura anulaban cualquier atisbo de libertad presumible. Septuagenarios persistentes que cuando confrontamos aquella doble zurrapa de primaveras candorosas contra inviernos rigurosos,confluimos en elmismo diagnósticoDe la primavera candorosa, buenos recuerdos. Acompañados de remiendos y alpargatas, pan con aceite, jabón fenicado y reglazos en las yemas de los dedos, pero buenos recuerdos. De los inviernos rigurosos, acidez residual. Derechos pisoteados, independencia secuestrada, justicia arbitraria, inopia intelectual, mordazas uniformadas y ataduras laborales al rescoldo de un sindicato vertical, centinela arbitrariode la legislación obrera.

Solo los que siguen relacionando el orden con el bofetón y el respeto con el temor mantienen aquel Espíritu Nacional que vendían a tan alto precio los gerentes de la represión. Casi cincuenta años después, aún hay llantos añorando aquella vida al lado de la otra vida. Algo increíble de entender.

Adoro nuestra democracia. La adoro porque, al igual que yo gocé de una primavera candorosa y un verano plácido, quiero que mis hijos ya adultos y mis nietos bisoños, prolonguen su dicha disfrutando del otoño y el invierno de sus vidas con todos los derechos y libertades que aquellos fascistas represores me negaron, y se vean libres de los traumas y los estigmas morales quelos portadores de sotanas inyectaron en mi candorosa personalidad. 

Y la adoro porque hoy, casi medio siglo después de la vida al lado de la otra vida, yo no lloro. Eyaculo de placer intelectual por poder escribir todo lo que escribo semana tras semana, sin temor a la herida inculta que la tijera censora eclesiástica hubiera ocasionado sobre estos párrafos infectados de franqueza.

Quizás esta declaración de sentimientos parezca inoportuna, pero es lo que los suspiros de mi corazón querían insuflar en el ocaso de este verano plácido que acaba de ausentarse, porque ya no hay miedo a otoños inquietantes ni inviernos rigurosos. Ya no tendré que arrepentirme nunca más de las cosas que dejé de hacer ni decir,por temor a los tiranos que castraron los anhelos de mis ideales. 

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