Mi plazoleta

Publicado: 01/01/2024
Autor

Juan González Mesa

Juan González Mesa se define como escritor profesional, columnista aficionado, guionista mercenario

Sindéresis

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También nos visitan chavales que hacen robonas o que por la tarde calientan motores con un cigarrito aliñado o unas cervezas
A los ocho años me vine de Cádiz a San Fernando, o más bien me vinieron, porque era un niño, y me crie en un sitio que sigue siendo acogedor. Es una plaza formada por cinco bloques de pisos altos en forma de ele, un bloque de pisos bajos y un supermercado que a alguien le dio por pintar recientemente como una avispa.

Aquí jugábamos al fútbol o al beisbol, en campo octogonal con una farola en medio, en una época en que solo dos o tres vecinos tenían perro y todavía te podías revolcar en el césped jugando a las peleas. En el aparcamiento anexo también echábamos partidos cuando había más gente para jugar, ya que aparcaban tan pocos coches que los vecinos nos dejaban una mitad entera libre. No muy lejos, en los solares silvestres propios de las ciudades a medio construir, había charcos grandes casi todo el año, e incluso bajábamos con botas de agua a coger renacuajos, más fáciles de atrapar que las ranas. Hacíamos arcos con las cañas de lo que nosotros llamábamos bambú, que no era bambú, y alguna vez cogimos hojas de mora de una morera para alimentar gusanos de seda.

Fue una generación de chavales que ahora tienen tripa y calvas, y vuelven por Navidad, que no comparten grupo de whatsapp pero sí memoria. Alguno sigue por aquí, como yo, y vemos que nuestra plazoleta, igual que hace veinte y treinta años, y cuarenta, sigue siendo lugar de acogida para los chavales que aprovechan el descanso del instituto. En mi época salíamos todos; ahora salen los repetidores con dieciocho años que no necesitan permiso de los padres para abandonar el centro durante el recreo.

También nos visitan chavales que hacen robonas o que por la tarde calientan motores con un cigarrito aliñado o unas cervezas, buenos chavales a los que nadie dice nada porque aquí sabemos filtrar lo bueno de lo malo y no somos gente que se escandalice con facilidad. Los padres de cincuenta a sesenta años respetan a los padres de setenta a ochenta. En verano, bajan varios matrimonios y charlan con padres de la siguiente generación, de treinta a cuarenta tacos, que tienen niños que juegan a la pelota, y se hacen un par de viajes a la jornada para comprar unas latas de cerveza.

Una vez el Ayuntamiento ordenó talar todos los árboles y convertir la plazoleta en una torta de cemento. Bajó todo Cristo y lo impedimos. Nos colamos en la concejalía de marras a preguntar qué carajo estaba pasando y nos enseñaron un mapa de la plazoleta, con cada uno de sus árboles, que no coincidía con la realidad. Aquel tipo no se había acercado a verificar lo que estaba ordenando; detuvimos la tala, por supuesto.

Esos árboles, cuyas ramas a veces se caen cuando hay viento, ramas lo bastante grandes para quitarte de fumar si te dan en la cabeza, son nuestra sombra, nido de nuestras palomas, recuerdo de nuestras miradas al cielo, y no se tocan. Este año no, pero otros años los vecinos han cogido uno de esos árboles y lo han decorado de modo espontáneo con motivos navideños. Creo que nos falta una asociación de vecinos que organice cosas; creo que la actual tercera edad que nos levantó y la infancia que posibilitamos se lo merecen. Es una plazoleta acogedora, de barrio, de una clase obrera que se salvó del azote de la droga en los noventa, pero la vio de cerca en la Ardila por arriba y Gallineras por abajo. Es un lugar donde nunca podrá entrar una manda de neonazis y salirse con la suya; recordad lo que conté acerca de los árboles. Su gente no mira a nadie ni desde arriba ni desde abajo; estoy seguro de que para fabricar ese tipo de confianza se deben dar unas circunstancias socieconómicas adecuadas, pero aquí se dieron, para bien. En definitiva, mi plazoleta no la hizo el constructor, sino su gente, así que gracias.

 

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