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Los diez mandamientos

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Ha muerto Charlton Heston. Ha muerto una leyenda, un verdadero mito del cine, quizás el actor que mejor ha encarnado a personajes históricos. Pero gracias a la magia del séptimo arte, su muerte será tan ficticia como sus historias en el celuloide; o dicho de otro modo: seguirá siendo para nosotros tan real como lo ha sido desde hace sesenta años, mientras el cine nos lo siga mostrando en todo su esplendor.



El prolífico actor nos dejó embobados en muchas películas, pero puestos a recordar yo me quedaría, sin ninguna duda con tres: El Cid, Ben Hur y Los Diez Mandamientos. Tres clásicos del cine que nos han hecho pasar ratos inolvidables.
Pero El Cid no sigue el Poema de Mío Cid, sino la obra francesa de Pierre Corneille; Ben Hur es una novela bien ambientada pero ficticia que escribió Lewis Wallace, escritor, militar y político estadounidense que llegó a ser Gobernador de Nuevo Méjico y embajador en Turquía. Los Diez Mandamientos tampoco lo escribieron aquellos a los que supuestamente se les atribuye La Biblia, entre otras cosas porque parece ser que Moisés no escribió ninguno de los cinco Libros que componen el Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), la obra que desde siempre se le ha atribuido como revelación divina.

Volviendo a Charlton Heston y a esa gran película que es Los Diez Mandamientos, aparecen dos escenas sublimes: La separación de las aguas del Mar Rojo y la recepción de las Tablas de La Ley, de manos del propio Dios.

Dice La Biblia que, extendiendo su cayado sobre las aguas, estas se separaron y dejaron un ancho pasillo por el que el pueblo israelita pasó a la otra orilla, los egipcios los siguieron, pero según pasaba el último de los descendientes de José, el mar se iba cerrando tras ello, engullendo al poderoso ejército de Ramsés.

Eran tiempos de creérselo todo y esto, junto con otras muchas historias difícilmente creíbles, formaba parte de nuestro acervo cultural. Pero es más que probable que esto no ocurriese así. Verán, hace ya bastantes años, en el curso de una charla de amigos, alguien habló de un libro editado en 1956 que se titulaba “Y La Biblia tenía razón”, escrito por el alemán Werner Keller. Yo compré aquel libro y lo leí con avidez. Keller trata y en las más de las veces consigue, poner en paralelismo lo que leemos en La Biblia y lo que la moderna arqueología está poniendo al descubierto. Algunas cosas me afirmaban en mis particulares teorías y otras me dejaban turbado, de tan simples como podían llegar a ser las explicaciones de lo que nos han enseñado y transmitido, presentándolo como prodigios divinos, cuando en realidad no lo eran.

Y una de estas últimas, fue el pasaje en que el autor, por cierto muy bien documentado, refiere en relación con la huída de Egipto y el paso del Mar Rojo. Los israelitas, comandados por Moisés y sus hermanos, salen de “Rameses”, la ciudad de los esclavos y no se dirigen por lo que ya entonces se denominaba “Ruta Filistea”, que siendo el camino más corto para llegar hasta Palestina y luego a Asia Menor, era el más vigilado por los soldados del faraón. Era una ruta peligrosa, muy frecuentada por caravanas y por los desplazamientos militares, así que los israelitas se dirigen desde el Delta del Nilo, hacia Sukkot y luego a Etam. Dice La Biblia que este lugar “estaba entre Migdal y el mar, frente a Baalsefón”, “Migdal”, en egipcio antiguo, quiere decir torre y en aquel emplazamiento, a 25 kilómetros de la ciudad de Suez, por donde ahora pasa el Canal de su nombre, fueron desenterradas las ruinas de una torre.

La narración del “Éxodo” se produce de forma que la arqueología corrobora y coloca al pueblo israelita en una encrucijada: por un lado el Mar Rojo, un poco más hacia el este; por el otro, hacia el norte, unos terrenos cenagosos comunicaban la antigua Suez con los “Lagos Amargos” que eran fácilmente vadeables y que conducían a la península del Sinaí. Aquella zona pantanosa estaba cubierta de juncos y cañaverales.

Cuando en el Éxodo, llega hasta nosotros el nombre Mar Rojo, procede de una palabra hebraica que es traducida al griego y luego al latín y que termina diciéndonos que “Yam suph” quiere decir Mar Rojo. Pero esa misma palabra ha sido a veces traducida como “Mar de los juncos” ó “Mar de los cañaverales”. A orillas del Mar Rojo no hay cañaverales, pero ya hemos dicho que entre Suez y Sinaí, sí que existen estas plantas de alto porte y espesura suficiente para ocultar a toda la comitiva de israelitas que resultan como engullidos por un mar vegetal y en el que los carros de los soldados de Ramsés se pierden.

Es una explicación muy plausible que prescinde de la intervención divina, creíble sólo para algunas personas de acendrada fe, y que presenta la huida como una demostración de astucia humana y sobre todo, de alguien que conocía perfectamente el terreno que pisaba.

El otro episodio es menos amable con la tradición cristiana, pero no por eso menos interesante.
Tras andar por el desierto, la comitiva llega a la falda del Monte Sinaí. Moisés deja a su pueblo a buen resguardo y sube al monte a ayunar y a entrevistarse con Yahvé. Cuarenta días pasa en meditación ante la zarza ardiente, cuando por fin, recibe de su Dios, las Tablas de la Ley. Recordando la película, vemos el enfado de Moisés cuando descubre que su pueblo, el elegido de Dios, ha fundido todas sus joyas para construir un becerro de oro y adorarlo. En el colmo de la desesperación arroja las tablas de piedra contra el becerro y lo destroza.

Compungido, sube nuevamente al monte y sella una alianza eterna con su Dios, del que vuelve a recibir las Tablas de la Ley.

Esas tablas contienen lo que por tradición ha llegado hasta nosotros y que no es otra cosa que El Decálogo: Los Diez Mandamientos. Teóricamente, si nuestra religión procede de la hebrea y ésta es revelada directamente por Dios, no tendría que existir diferencia alguna entre Las Tablas de la Ley y Los Diez Mandamientos, pero es aquí que las hay y alguna de muy grueso calibre.

El punto segundo de las tablas dice: “No tendrás ni reconocerás a otros dioses en Mi presencia ni fuera de Mí. No te harás una imagen tallada ni ninguna semejanza de aquello que está arriba en los cielos ni abajo en la tierra ni en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos ni los adorarás, pues Yo soy El Eterno, tu Dios, un Dios celoso, Quien tiene presente el pecado de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación con Mis enemigos; pero Quien muestra benevolencia con miles de generaciones a aquellos que Me aman y observan Mis preceptos”.

¿Dónde se dice esto, o algo parecido en los Mandamientos de la Iglesia Católica? ¿Lo habíamos oído decir alguna vez? ¿Acaso no están todas las iglesias y las casas, y las ciudades llenas de imágenes, de cuadros y de toda clase de representaciones?

¿Qué ha ocurrido? ¿Ha sido siempre así, desde el nacimiento del Cristianismo?
Hay que volver al libro de Keller y a un pasaje sumamente curioso que se menciona en los Hechos de los Apóstoles (también llamados Actos) y que se refiere a Saulo de Tarso, nuestro San Pablo.

Existía en Éfeso un platero llamado Demetrio, que trabajaba en la construcción del templo de Artemisa y que con la confección de imágenes y estatuillas, proporcionaba a sus artífices importantes ganancias. Estos orfebres fundían metales preciosos para hacer toda clases de representaciones cristianas o paganas, pero en su industria tropezaron con las prédicas en contra de San Pablo, el cual arengaba a sus seguidores con sentencias como: “no son dioses lo que con vuestras manos son labrados” y aquella dura consigna hizo tambalear el próspero negocio de la talla y la estatuilla. Los orfebres envalentonados por Demetrio se lanzaron furiosos contra los seguidores de Pablo (Actos de los Apóstoles 19, 24-29). Por supuesto que el evangelista “Lucas” emplea otra redacción, pero el significado es el mismo.

¿Cómo es que Pablo predica contra la fabricación de imágenes? ¿Es que acaso aún recuerda el segundo mandamiento de las Tablas de la Ley? ¿Cuándo lo ha olvidado la Iglesia Católica?

Quizás fue cuando alguien, de dudosa moral y escasos sentimientos católicos, entrevió la posibilidad de obtener los beneficios económicos que la iglesia ha obtenido a lo largo de los siglos con la venta de toda clase de imágenes, exvotos, estampas, y un etcétera tan infinito, como la paciencia de Dios. Las otras dos religiones monoteístas que se dicen reveladas, la judía y la musulmana, han cumplido a rajatabla el precepto divino, pero yo me hago una pregunta: ¿Quién ha ganado con ello? Es posible que las iglesias y algunas órdenes religiosas lo hayan hecho, pero quien ha salido ganando es la Humanidad por que si no, de dónde tanta belleza y tanto arte en imágenes, estatuas, relieves, pinturas y demás manifestaciones religiosas. Valga como ejemplo el grupo escultórico de La Piedad, de Miguel Ángel.

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