El artículo 205 del Código Penal nos muestra que “calumnia consiste en la imputación de un delito hecha con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”. Así mismo, el 208 del Código Penal nos habla de la injuria como “acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”. Desde esas premisas, toda calumnia o injuria debería estar contemplada y articulada, evitando así daños innecesarios que ‘destruyan’ la vida de otras personas, minimizando con ello las batallas campales de ambos conceptos que se propician en el día a día, llegando a extremos como los que se vivieron en el caso Arny (1995) como ejemplo claro de una trama sin precedentes que marcó la historia de un país que perdió la cabeza en un linchamiento ‘legal’ orquestado contra la homosexualidad basado en calumnias, infamias e injurias con intenciones claras, aunque sin argumento alguno; un acto cruel y despreciable que no se aleja mucho de otros sones que algún partido político intenta mantener.
Estos hechos conocidos pasaron y seguirán pasando porque se puede, es permitido y aceptado sin ningún tipo de pudor. Aquel caso fue un referente a escala nacional, pero hechos así, con menor repercusión y en menor grado, ocurren cada día en nuestra sociedad. Dañar el honor de otras personas a través de insultos, menosprecios y/o falacias es fácil, y sobre todo, se venden y compran con talones en blanco al mejor postor y según intereses.
El morbo en esta sociedad tan manipulable sigue estando latente, siendo una de las estrategias más comunes a nivel político, laboral, familiar, social y personal. Comprar una mentira sólo es cuestión de precios; prostituir la dignidad, cuestión de cantidad.