Hace cosa de ocho años nació Beatriz. Ésta es una niña de pelo negro, ojos despiertos y una tez mayólica. Viste pantalones de lana roja, un jersey azul de cuello alto y una chaqueta harapienta que encontró en su habitual lugar de trabajo. Cada mañana, al despuntar el sol, Beatriz, con una bolsa bajo el brazo y caminando a saltitos, se dirige al vertedero más próximo donde rastrear con su vara.
Ella piensa que la noche ha traído buenos desperdicios que llevarse a la boca y algo de ropa vieja, desastrada. Y posiblemente algún calzado de hule, aunque no sea de su número ni el de sus pequeños hermanos, que remendar y hacer útil a algún miembro de la ralea. A sus padres les da igual caminar descalzos, pero no a sus otros hermanos -menores que ella-, que se pueden buscar la vida, dentro de un año, en el mismo lugar que lo hace hoy Beatriz.
Aunque Beatriz no disfruta de un televisor en su casa que le muestre otra vida mejor (ni siquiera dispone de agua corriente), sabe que ahí fuera existe otro mundo superior (los desperdicios hablan por sí solos), y conoce de sobrado que del exterior de su naturaleza, el mundo donde le ha tocado vivir, brotan otros olores y bienestares. Esas sensaciones o presentimientos los guarda Beatriz en silencio. Y tiene la esperanza de que algún día, por muy lejos que quede aún de su recortada figura, pueda alcanzar con sus propias manos (ahora pequeñas y carcomidas por el desgaste de una vida entre desechos de comidas, neumáticos, bolsas de plástico, cartones, vidrios cortantes, chatarras y hedores que le perforan el pecho cada día) lo que otros niños y niñas de su edad tiene a la vuelta de la esquina.
Beatriz ha visto pasar otra Navidad sin que nadie, ningún habitante de otro rincón del planeta, le adopte o apadrine. Pero confía, eso sí, en la campaña publicitaria de la próxima Navidad, porque es sólo por esas fechas cuando las personas se sensibilizan más con su tragedia, con su mundo y el de los suyos. El resto del año debe sobrevivir a la intemperie, con los pies sangrando y los pulmones asfixiados, a la espera de que un alma caritativa plante en el mostrador de una sucursal bancaria un euro. A medida que se va acercando, Beatriz sabe, por el olor irrespirable del basurero, que debe darse prisa si no quiere que su zona de rastreo esté ocupada por otros pequeños de su edad. No suele haber desigualdades entre ellos, saben repartirse los cinturones de búsqueda y cada uno va a lo suyo. Buscar y recolectar todo lo que puedan para vender y comprar el pan de mañana, es una tarea que les llevará todo el día.
Esta labor los envenena de enfermedades más dadas en abuelos por las prolongadas jornadas de un trabajo de sol a sol cuando toca o bajo la lluvia cuando se tercia: jorobas, hernias, pieles curtidas, ásperas, sucias.
Pero Beatriz, al igual que los otros, no parece triste. Ríe, bromea, no llora ni se enoja por ello. A veces sacan unos minutos para jugar al fútbol con una botella de plástico. En lugar de columpios o un campo de fútbol, hay un estercolero. Luego vuelven a la tarea. Algunos días, Beatriz aguarda impaciente en el vertedero a que llegue su madre para ayudarla a transportar lo acumulado esa jornada. Y su madre suele tardar porque, en el trayecto, va compilando lo que otros, incluso su hija, han ido dejando atrás.
Admiro el trabajo, el esfuerzo de las ONG que cada día se empeñan en reconstruir un mundo cada vez más destruido, pero no puedo opinar igual de esta sociedad que, una vez sepultada la Navidad, olvida que a la vuelta de la esquina hay seres con la esperanza puesta en usted, y en mí. Si se tratase de su hijo o el mío, odiaríamos tanto la Navidad como yo ahora a la sociedad más falsa que ha existido jamás: la del siglo XXI. A ver si, a pesar de la crisis, soltamos unos euros para contribuir a paliar el desastre de Haití, aunque no sea Navidad.
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