Haití es una tragedia dentro de otra tragedia. Un general brasileño de los cascos azules de la ONU dijo una vez, al llegar a Puerto Príncipe, que el país era una cloaca a cielo abierto.
Conocía bien las favelas de Río y su miseria insomne, pero lo que vió y olió al tomar el mando de la fuerza multinacional no se parecía a nada. Las imágenes que éstos días nos llegan describen el desamparo absoluto, muy semejante antes y después del terremoto. Otras imágenes nos muestran la ayuda humanitaria que envían las naciones, pero la única ayuda benéfica y útil para que la tierra convertida en basural no siga tragándose a los haitianos, sería la que declarara esa desventurada porción de isla caribeña Territorio de la Humanidad bajo la administración total de la ONU. Pero lo que necesita Haití, y no sólo Haití, no son cascos azules, sino maestros, médicos, arquitectos, ingenieros. Es decir, un poco de corazón en los poderosos del mundo. Cuando los beneméritos de a pie que han acudido en socorro del país tronchado se retiren, Haití seguirá donde está, bien que con su hedor característico multiplicado por ésta última y descomunal leva de cadáveres. No sé cómo no nos llega, cruzando el océano, la peste de la miseria, o a lo peor sí nos llega, y como si nada. En Haití el terremoto no ha hecho sino acelerar el holocausto diario de los seres humanas que lo habitan: de ordinario perecen allí, de toda clase de enfermedades emparentadas con la miseria, miles de personas, niños sobre todo. Ancianos no hay, nadie alcanza ese estadio. El mundo, sin embargo, parece sentirse confortable con su Haití, con sus haitíes, porque si no se sintiera, si lo que sintiera fuera vergüenza y oprobio, acabaría con ese infierno mancomunándose no para reconstruir lo que nunca se construyó, un país habitable, sino para construirlo desde los cimientos. Sólo así, invadido por la justicia, el bienestar y el progreso, podría ser libre alguna vez, libre de su destino fatal y de los canallas que lo han gobernado.
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