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Cuando los niños querían ser Maradona

Para nosotros era como un niño más de nuestra calle que había triunfado en el fútbol. Ahora a los niños les enseñan a jugar como si fueran a un examen de mates

  • Maradona. -

Cuando saltó la noticia de la muerte del Diego lo primero que hice fue acudir a la web de Clarín para confirmarlo. Lo segundo, poner Estadio azteca de fondo. La canción de Calamaro, con letra de Marcelo Scornik, no cita al 10, pero su espíritu la atraviesa de principio a fin, aupado ya en la segunda estrofa, como dispuesto a comandar un contraataque de emociones: “Cuando era niño”, porque ese niño nos incluye a todos los demás para mantener vivo el recuerdo de una época que va más atrás del Mundial de México 86, de la “mano de Dios”, del “barrilete cósmico” y de aquella victoria sobre Inglaterra; un recuerdo que remite directamente a los años en los que los niños querían ser Maradona, como si viesen en él al halcón maltés, que, como decía Sam Spade, estaba hecho con el material con el que se forjan los sueños.    

Los niños de ahora también quieren ser Messi o Cristiano Ronaldo, porque cada generación aclama a sus propios ídolos, pero ya no les basta con celebrar sus goles e imitar su juego; más bien su pose. Tienen que llevar su mismo corte de pelo, la misma camiseta de marca, las mismas botas y, en cuanto les dejen, los mismos tatuajes. Su admiración escapa a lo que ocurre en un terreno de juego, a lo que significa el propio juego.

Todo eso, todo lo accesorio de Maradona, incluidos sus excesos posteriores, no existía, porque para nosotros era como otro niño virguero más de nuestra propia calle que había logrado triunfar en el fútbol, un niño que se había pasado toda la infancia pegándole patadas a una pelota en la plaza del barrio o en un llano de barro y piedras con porterías improvisadas, y puede que hasta corriendo a esconderse cuando llegaba la policía para quitarnos el balón porque molestábamos a alguna vecina con los pepinazos. El Diego era uno de los nuestros, pero, sobre todo, era pobre, venía de una familia pobre, y eso, en una España berlanguiana que todavía se parecía más a la de Plácido que a la de Todos a la cárcel, impregnaba cierto fuero interno, incluso cierta conciencia de clase.

Con Maradona aprendimos que para jugar al fútbol hay que ser habilidoso y fuerte, pero también vivo, tunante en ocasiones, porque el fútbol es la propia vida y hay que vivir despierto. Después, “ganás o perdés, pero la pelota no se mancha”, que decía el pibe. Ahora a los niños les enseñan el fútbol como si fueran a hacer un examen de matemáticas: que si hay que ocupar los espacios, que si hay que lanzar las faltas en un ángulo concreto, que si esta estrategia mejor que aquella, que si el dibujo sobre el campo, que si la estadística de disparos a puerta. Han matado de a poco el fútbol de verdad. Con razón decía esta semana Jorge D’alessandro que ya no nacen futbolistas como Maradona porque hoy lo que hay son “futbolistas de piscifactoría”.

Le vi jugar desde la grada del Sánchez Pizjuán en cuatro o cinco ocasiones. La primera, con el Barça de Menotti, al lado de Schuster. No tocó bola. Sánchez, el mítico defensa sevillista lo dejó seco. Los azulgrana pensaban que con el pelusa iban a ganar todos los partidos de calle, pero el fútbol, lo sabemos, no va de eso. Una década después, en plena decadencia, volví a verlo, ya como sevillista. Mis amigos palanganas llegaban cada semana a clase con una nueva y estrafalaria historia: alguien lo había visto entrenar con un teléfono móvil en la mano; otro estaba presente cuando lo detuvo la policía tras una persecución -dijo, es real, que no se enteraba de las sirenas porque llevaba la música alta en el coche-; y, por supuesto, estaban las leyendas urbanas en torno a la planta entera de un hotel que tenía reservada para sus fiestas.

Para entonces ya tenía asumido que solo había una forma de seguir siendo Diego, degenerando, aunque, para todos, el que sigue vivo es el que admiramos de chico, tanto el que jugaba, como el que un día, en un entreno en México, lanzó un pelotazo al túnel de vestuarios, donde estaba esperando la prensa, para ver cómo le devolvían el balón. Un periodista se agachó a cogerlo y lo lanzó al campo con ambas manos. Se giró a Valdano -lo ha contado él- y le dijo: “Son unos pelotudos. ¿Ves como no tienen ni idea de fútbol?. Ni siquiera han sido capaces de patear el balón”. Su vida, la nuestra, era y es el fútbol. 

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