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Miércoles 26/06/2024  

España

El ordenanza, invento anónimo

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Hasta donde nos es dado saber, y en ausencia de una opinión más docta, la invención del ordenanza no cabe ser atribuida a nadie en particular. El señor impecablemente uniformado que se apostaba marcial a la puerta del Ministerio era un instrumento de autoría anónima concebido para la higiene social. Expliquemos esto.
Contra lo que pudiera creerse, el ordenanza no fue ideado para aprovisionar de cafés y tejeringos a los jefes de negociado, ni para apilar expedientes bajo el vano de la escalera, ni para cargar con la compra de la señora del ministro desde la sede de la representación del gobierno hasta el domicilio familiar del excelentísimo señor. Esto no era más que apariencia. En realidad, el ordenanza fue creado para expiar las culpas de quienes por formación, fortuna o parentesco fueron acomodados por encima de él dentro del ecosistema ministerial.
Si el señor ministro reconvenía al secretario general, éste endosaba la responsabilidad al señor subsecretario quien, en un alarde de prestidigitador, la desviaba hacia el director de departamento, que, sin dilación, llamaba a capítulo al jefe de sección, paso previo e inexcusable a la severa reprimenda que minutos más tarde recibiría el oficial de primera, a quien, con las orejas gachas tras el rapapolvo, no cabía duda de la conveniencia de sancionar al auxiliar, cuya tendencia instintiva, encargada de cerrar el círculo, era la de largarle el muerto al desgraciado del uniforme que, impertérrito, ejercía su labor de centinela ante las puertas del Ministerio. El ordenanza no era una categoría profesional, era una metáfora del mundo.

Un ordenanza imita a la naturaleza. Cualquiera que se detenga a observar con mínima curiosidad el comportamiento de las bestias advertirá cómo las criaturas a las que Dios privó de razón se erigen, al mismo tiempo, en amenaza para la supervivencia de unos y en apetitosa dieta para la glotonería de otros. En el orden natural, todos comen y son comidos. Lo que nos interesa saber es que al término de esta colosal merienda cena que es la existencia siempre hallamos a un tipo enclenque, diminuto e inofensivo que se lamenta porque es el único que nunca se come a nadie. Es lo que ocurre con los percebes en las rías gallegas y con los ordenanzas en las sedes ministeriales.

El ser humano imita a la naturaleza con el propósito de preservar la estabilidad y el óptimo funcionamiento del edificio social. Este afán de emulación se encuentra en el origen de la aparición del ordenanza y su parentela, seres concebidos para cargar con las culpas ajenas. Hablamos, entre otros, del árbitro de fútbol, la cuñada sorda y el trabajador asalariado.

Persuadido de la eficacia de tales mecanismos de reajuste social, el señor presidente del Consejo Superior de Cámaras de Comercio, Javier Gómez Navarro, ha declarado a un diario que el comportamiento irresponsable de los asalariados explica en buena parte la atonía que lastra la economía española. Gómez Navarro ha instado a los sindicatos a dejar de defender a “vagos”, consideración que, sin mayores precisiones, atribuye al trabajador asalariado en situación de baja laboral. Que el señor Gómez Navarro diga estas cosas no debe llamar a escándalo. Al fin y al cabo, es por decir cosas como ésta por lo que le pagan. El señor presidente de las Cámaras de Comercio es un empleado aplicado. Cuando ejercía de secretario de Estado y ministro bajo gobiernos socialistas le pagaban por decir otras cosas, y las decía. El interés de las palabras de Gómez Navarro reside en lo que tienen de confirmación de la vigencia y eficacia de ese mecanismo social para la atribución eficiente de la culpa que más arriba describíamos. Es la voz que nos alerta de que un Botín de riñón forrado con dinero público merece mayor crédito que un ordenanza de baja aquejado de paperas.

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