“Claro que los amores no empiezan por el amor, sino por sucedáneos más vehementes que el amor mismo: el capricho inquebrantable, la extrapolación insensata de la identidad, la necesidad de tocar y ser tocado…”. Felipe Benítez Reyes, en El azar y viceversa.
Pese a lo mucho que ha evolucionado en las últimas décadas este nuestro mundo e inventar se ha convertido en algo más cotidiano que extraordinario, nada es comparable a la revolución que supuso en su momento cambios para la humanidad como el fuego, la tijera, una cuchara, la rueda o los libros. Ni internet, ni todos los algoritmos matemáticos aplicados a hacer la vida, en general, más sencilla y rápida, ni el más veloz cohete capaz de taladrar galaxias los supera; vivimos en una constante mediante la cual pensamos que el último invento lo revolucionará todo y avatares digitales nos harán vivir en un mundo alternativo cuando la realidad dice que el último invento dura cada vez menos y los humanos tenemos la tendencia siempre a decantarnos por lo sensitivo. El poder de la piel o el microcosmos al que se accede por la puerta del deseo que otorga el roce de unos labios, cosas sencillas que nos hacen grandes.
La venta de libros en formato papel está disparada con un aumento en 2023 del 5,1 por ciento cuando su muerte parecía próxima tras la aparición de los formatos digitales, que al mismo ritmo pierden fuelle. Ambos conviven, se complementan, pero qué duda cabe que el poder emocional de un libro seleccionado en una librería tras repasar despacio estanterías, el olor a papel crujiente o la tinta impresa no es combatible por la impersonalidad luminosa de un formato digital que, incluso, traslada con varios grados menos la temperatura de las vidas que uno vive cuando lo lee. Vidas no vividas, leídas. Cada cual tiene la suya, la que le tocó por azar, la que se buscó, solo en los libros se acerca a la emoción de personas y personajes que vivieron otras épocas y en latitudes opuestas a las conocidas. El verano es, por lo demás, tiempo de lectura, esas tardes de agosto acomodados en un rincón o enfrentados a la brisa mientras la arena fina y el horizonte azul atempera el ánimo y párrafo a párrafo se navega por donde este milenario invento llamado libro te lleve, tan poderoso que derriba muros y fronteras y pacifica sin tregua. A sus 90 años Philip Roth, uno de los grandes escritores norteamericanos que tuvo a bien juntar a todas las musas para escribir su antológica Pastoral americana, anunció que dejaba de escribir porque le quedaba poco tiempo de vida y mucho por leer. Cuánto bien haría a tanta selva humana que rodea y dirige nuestras vidas el cultivo intensivo de la lectura.
Porque la vida dura lo que dura, pensamos que esto es para siempre y que merece la pena la disputa cuando, los libros lo saben, es mejor buscar el encuentro que la trinchera, donde al final se termina siendo prisionero. En todos los órdenes de la vida. Algo tan impropio en el mundo de la política, en el ser humano en general, como dar la razón, tener la capacidad superior de cambiar de opinión cuando los argumentos del otro mejoran los de uno y no atrincherarse sin más argumento que la soberbia. Cuánto bien nos haría elevar los niveles de consenso.
Llega agosto y es necesario parar, darle tiempo a la nada. ¿Qué es la nada? Como el nirvana del pensamiento, lograr no pensar en nada más allá de la temperatura de la brisa que acaricia la piel, los objetos que podrían ser esa nube solitaria que cruza el azul cielo, la distancia que nos separa de la línea que traza y separa al mar del cielo, el grado de salinidad y los taninos que distingue ese vino en copa acristalada alta que saboreas cuando el atardecer asoma, la conversación sobre nada en especial con alguien importante en tu vida. Agosto es el reencuentro con la densidad de la nada que nos habita, que también importa. Ejercitar por unos días el no hacer nada y hacerlo a conciencia, sin prisas.
Me prestó una amiga el libro que me sirve para encabezar, que a su vez le regaló otro amigo. Amigos y libros. Y qué bien relata mi compañero de orillas roteño en su Azar y…, cuánta imaginación y qué manejo gramatical sin freno. Como la de tantos otros; Franzen, De Lillo, Banville, Auster, Chirbes, Ishiguro, Mantel, Ospina, Robertson, Farrel, Roth, Lindo o Muñoz Molina, entre muchos otros, todos ellos compañeros certeros y fiables para tardes de agosto.
Lo bonito de un jardín es que luce distinto en función de las estaciones, desde el pálido y melancólico otoño, el sufrido invierno y la resistencia ante imprevistas heladas que lo destrozan todo, el amanecer florido de la primera donde la mezcla de olores y colores despiertan los sentidos y, cómo ahora, el árido y seco verano con sus infernales rayos de sol que todo lo queman y ante los que necesariamente hay que protegerse. Cada estación requiere un manejo, la cuestión es poner siempre interés de trabajarlas lo mejor posible para que el espacio luzca entre correcto y bien y anime la visita a este amado y nunca bien ponderado mundo lector. Septiembre será otro mes, hasta entonces que la trinchera se vacíe y la nada densa y los libros a todos animen y acompañen.