Dejó escrito tiempo atrás Giovanni Papini que “el poeta que esté satisfecho con el mundono puede ser poeta”. Cabría poner objeciones al aserto del autor florentino, mas no cabe duda de que la poesía es un género que hace sentirse vivo, que desahoga el alma y pretende, muchas veces, resolver en palabras el asombro del dolor, del amor, de la dicha, de la soledad… Hablarse a sí mismo, al cabo, y hablarle al mundo de quién y cómo somos.
Tras la lectura de “Brecha sonora y vibrante” (Lastura. 2023), de Manuel Broullón (1987), sabrá el lector de esa perplejidad citada, de ese deslumbramiento que respiran estos versos, resueltos en el azar de la duración y la certidumbre. En el poema que sirve de pórtico, ya se intuye la intención de un mensaje que anhela reverberar la contemplación como referente imprescindible para secuenciar el fervor de lo vivo:“Caen cenizas de árbol/ sus ramas/ están ardiendo/ un fuego que devora y no consume/ la sinfonía de aves/ que enciende de candor la noche oscura/ el pelo todo en llamas/ los ojos de quien mira ante el prodigio”:
En el afán de acceder a todo aquello que la palabra pueda reinterpretar, el yo lírico representa con audacia un discurso donde aprehende lo acontecido y ordena lo futuro. Los contornos de lo real se hacen, entonces, ilimitado confín, intuición de lo mutable: “Ya no me dan miedo/ las cosas que no comprendo”.
Mediante la fragmentación del verso en instantáneas paralelas, en sugestivas imágenes, el autor gaditano ofrece desde el bordón de su escritura lo que más importa: “verdad, bondad, belleza”. Claro que, frente a la constancia de una semántica cortante, quebrada, también hay espacio para las huellas, las cicatrices, los silencios, los años… por donde su cantico va dejando “la verdad en el lenguaje”. Una verdaddela que, a su vez, se sirve para reconocerse en la levedad del ser, en las hebras del amor, en la fe de los latidos: “Contempla. Tendrás que cerrar los ojos/ para mirar a través del cielo./ Seguirán allí olvidadas las formas primeras./ Pasarán tantos trenes sin parada/ por la orilla del largo Edén…”.
Dividido en cuatro apartados, “Cada ojo/ por sí mismo (Una cierta mirada)”, “Texturas (una voz humana),/ “Destino del hueco de esta ausencia (Horizonte de sucesos)” y “Si por enjambre de pájaros verdes (Diez poemas de amor”), el volumen va adensándose a medida que avanza, creciendo en reflexión, anhelando encontrar el misterio que se esconde tras lo cotidiano.
Al cabo, aun a sabiendas de que la vida es la conciencia de lo finito, la frontera de lo terrenal, la vozde Manuel Broullón no cede ni ceja con el feraz deseo de interpretar un universo compartido, en donde lo propio sea también hábito y mudanza de lo común, un lugar, sí, en el que hacer de la palabra bálsamo y paraíso: “decir `ciervo vulnerado´/ reflejaría un eco infinito si la brecha/ sonora y vibrante/ dejara huir/ el nombre propio desnudo”.