Un año después de la invasión rusa en Ucrania nadie se atreve a ponerle fecha al final de la guerra. Al menos no ha quedado reducida a un breve en los telediarios ni en las secciones de internacional de los periódicos. Eso habría sido la derrota definitiva para Ucrania, cuyo presidente necesita seguir exponiéndose y protagonizando encuentros y demandas a las potencias occidentales para garantizarse el foco, que en este caso equivale a la supervivencia de su propio estado.
Enfrente tiene a un tipo odioso al que se le va la fuerza por la boca cuando se trata de amenazar a todo bicho viviente de Polonia hacia la izquierda, pero que padece de incontinencia inmoral a la de hora de perseguir sus propósitos, ya sea a costa de su pueblo o de sus vecinos más inmediatos.
Ese tipo, que va de farol cuando saca a pasear su arsenal nuclear, porque sabe que las armas más mortíferas son las que desestabilizan la economía del resto del mundo, y le basta con su solvencia energética y la alianza con China para mearse en la puerta de la Casa Blanca si es necesario; ese tipo, ha repasado los males de los países que apoyan la causa ucraniana y nos ha retratado como pedófilos, homosexuales, pervertidos y degenerados. Alguien debió advertirle que lo de homosexual no es un mal y matizó algo sobre la vida privada, pero es bastante probable que, a poco que rasque, también encontrará pervertidos, pedófilos y degenerados en suelo ruso, aunque sea él quien se arrogue el papel de desterrar unos hábitos que considera institucionalizados fuera de su país.
No cabe la ofensa. Allá él con sus ínfulas y soflamas patrióticas, sin las que seguirá pareciéndonos igual de despreciable mientras no ponga fin a la invasión y a la tiranía que obedece a sus actos. Para ofensas ya tenemos las propias. Algunas tienen que ver con los titulares del día a día; otras, con las que nos infligimos desde nuestra acrecentada y delirante estupidez, como ha ocurrido ahora con la revisión de los textos de las novelas de Roal Dahl, para que en las nuevas ediciones de sus obras incorporen un lenguaje “más inclusivo” y así no herir la sensibilidad de los niños (niñas y niñes) cuando aparecen referencias expresas a cuestiones como el peso, la altura, el género, la violencia o la raza.
Lo más grave es que la propuesta contara con la autorización de los encargados del legado del escritor de Las brujas, quienes han debido sentir a su antepasado removerse dentro de la tumba y han decidido dar marcha atrás ante la oleada de críticas. Se ve que todavía queda gente decente e inteligente a la que tener en cuenta.
Puede que no todo esté perdido, aunque el suyo no es el único caso. En Estados Unidos se han puesto ahora de moda los “sensitivity readers” (lectores con sensibilidad), un grupo de especialistas a los que la editorial entrega un libro previo a su publicación para que propongan la eliminación o modificación de contenidos que puedan herir la sensibilidad de determinados lectores.
Pueden llamarlo como quieran, incluso pueden vestirlos de forma aseada, que sean hombres y mujeres al 50%, blancos, negros y asiáticos, si les deja su conciencia más tranquila, pero la palabra exacta es “censura”, y quienes la ejercen, sean especialistas, vistan de Zara o huelan bien, son “censores”. De la misma manera que todos esos condicionamientos sociales, tan excesivos como peregrinos, se han convertido en una progresiva invitación a la autocensura, que es censura encubierta y un ejercicio de imposición del control y el miedo.
Pero si quieren ofensas más cercanas, basta con repasar los titulares del día anterior: cuando no es un exministro investigado por espionaje, es un exdiputado al que lo mismo le daba votar por la mañana una ley contra la prostitución que irse de putas por la tarde; cuando no es un excolegiado que pretende favorecer a un equipo a cambio de dinero son los bancos y las eléctricas presumiendo de beneficios millonarios en un año con el agua al cuello para el resto de mortales. Diga lo que diga Putin, en lo que me ofende mando yo.